viernes, 31 de octubre de 2014

EL VELO DE LA NOVIA


EL VELO DE LA NOVIA


Aún faltaba algo más de una semana para que comenzara el otoño y ya se presentía su llegada. Aquel año no habría veranillo de San Miguel, esos días repentinamente cálidos con los que solían despedirse los veranos. El viento viajero del norte había llegado antes de tiempo cargado de una humedad excesiva y al caer la tarde el fresco ya se apoderaba de uno y lo entumecía.

Era precisamente a esa hora, cuando el sol alarga sus rayos en el horizonte, reticente en desaparecer y dar paso a la oscuridad, cuando Jaime corría a encontrarse en el cercano bosquecillo con su amada.

La había conocido en los últimos días de agosto un atardecer en el que presintiendo una nueva noche de insomnio decidió  salir de casa y pasear por los caminos con la intención de cansarse lo suficiente como para caer rendido al volver y así dormir al fin. Desde el accidente de moto que había sufrido y por el cual se encontraba de reposo, como diría el bueno de su doctor, en aquellos parajes, no conseguía dormir  bien y pasaba las noches en un ir y venir deambulando por las estancias de aquel caserón familiar sin más compañía que la atenta mirada de un hermoso gato negro.

Las horas en aquel lugar pasaban inexorablemente lentas y aburridas y aquellos paseos constituían la única distracción con la que contaba. Aquel día, había tomado el sendero de la izquierda cuando llegó a la bifurcación del camino. Era más estrecho que el camino de la derecha, más empinado y más silvestre; como si nadie pasara por allí de manera continuada. El aire traía aromas lejanos a flores silvestres y a alguna hierba aromática que no lograba identificar pero que le remontaba a su niñez cuando junto a sus padres y hermanos pasaban los veranos en esa misma casona que era la casa de los abuelos maternos.

Llevaba recorrido un buen trecho de aquel angosto y pedregoso camino cuando se dio cuenta de que el sol estaba pronto a ocultarse del todo. Llevó su mano derecha al bolsillo de su chaqueta y comprobó que su pequeña linterna seguía ahí, no deseaba perderse en la oscuridad de aquellos parajes. No era miedoso ni mucho menos, pero era consciente que no conocía el terreno como para regresar solo y a oscuras a la casa. Unos metros más allá, el terreno se ensanchaba en una pequeña explanada antes de continuar.

Allí, sentada en una piedra, bajo un gran árbol junto al camino fue donde la encontró por primera vez. Su silueta se recortaba mágicamente contra el último rayo del sol y le impedía verla bien; tan sólo algunos rasgos que le daban un halo de misteriosa belleza y le intrigaron. La saludo con la mano y ella le devolvió el saludo amablemente y entonces él se atrevió a hablarle. Se acercó a ella tendiéndole la mano mientras le decía su nombre y quedó allí, de pie frente a ella que seguía sentada con la mirada baja y en silencio.

Por un momento dudo si se trataba de una persona o sería alguna planta o arbusto al que la escasa luz le daba una apariencia humana, pero la voz de ella se dejó oír repentinamente como un susurro, como un eco cálido y lejano,  como si llegara desde muy lejos pronunciando su nombre… Rosaura.

Jaime, intentó seguir hablando con aquella mujer pero ella persistía en un obstinado silencio y él, termino por retomar el camino de regreso a su casa. Aquella noche, cayó en un profundo sueño y sus pesadillas dejaron paso a otra donde el nombre de Rosaura se repetía una y otra vez. La noche dio paso a un hermoso día y Jaime se despertó con los primeros rayos de sol, se sentía mejor que nunca. Se sentía vivificado, ligero y el nombre de quien ya sentía y veía en su mente como una mujer joven, hermosa y encantadora se le representaba allá donde mirara… Rosaura… Era como una dulce melodía. Pronunciarlo le provocaba cosquillitas en los labios y un ligero mareo parecía afectarle cuando pensaba en ella. Ese mismo atardecer y al siguiente y los sucesivos, repitió su paseo hasta donde la encontró por vez primera.

Al principio ella se mostraba callada y tímida, pero los días pasaban y las conversaciones se hacían más largas. Jaime se dejaba llevar por la pasión repentina que le empujaba a buscarla como una necesidad vital por estar a su lado. Vivía los días en un continuo sobresalto y ansiaba que las horas pasasen para correr al encuentro de su amada. Septiembre pasó y octubre llegaba casi a su fin cuando ambos decidieron poner fin a aquella separación forzada de cada día y unir para siempre sus vidas. 

Hicieron locos planes, se casarían el último día del mes, al  ocultarse el sol, como se habían conocido y en la pequeña ermita del pueblo.

Jaime, loco de amor, no veía imposibilidad alguna para unirse con ella. Si bien al despertar cada mañana, reconocía lo inusual de la situación y el hecho de no saber nada de su amada, pronto olvidaba esos detalles y volvía a ilusionarse con su próxima boda. Sería una ceremonia sencilla e íntima. El sacerdote del pueblo era su amigo de la infancia y con él y dos o tres testigos bastarían. Ya habría tiempo más tarde para celebrar una boda a lo grande rodeados por ambas familia.

Su amigo sacerdote trato de disuadirle alegando lo inusual de lo que le pedía mientras argumentaba que el último día del mes era la víspera de Todos los Santos y no le parecía  lo más adecuado celebrar una boda la misma noche en que se celebraba la fiesta pagana de los muertos; pero ante la insistencia y persuasión de su amigo, termino cediendo y así acordaron encontrarse en las puertas del templo a la caída del sol del mencionado día.

Jaime encargo que decoraran con flores blancas y profusión de velas la pequeña ermita y acordó con algún que otro amigo en que acudirían el día señalado y le acompañarían como testigos del paso que iba a dar. Rosaura parecía feliz y nerviosa o así la sentía él cuando acudía a su cita y dos noches antes, entre reticente y divertido accedió a concederle el deseo de no verse hasta el momento de la boda y frente al mismo altar a los pies de la Santa.

¡Qué largas le resultaban las horas de espera! Pero por fin llego el ansiado momento y allí estaba él, frente al altar, esperando la llegada de su amada, casi comiéndose las uñas de la impaciencia casi frenética que le embargaba. Los amigos trataban de calmarle o le gastaban bromas que solo aumentaban su nerviosismo. La pequeña ermita brillaba esplendida a la luz de las velas y en el aire flotaba un suave aroma a los claveles y crisantemos que la adornaban.

A las nueve en punto, ya totalmente oscurecido el día desde hacía un largo rato, vieron entrar a la novia. Venia sola. Recorrió el camino desde la puerta de la ermita al altar a paso lento y con la cabeza inclinada. Nada se veía de su persona, pues un velo de fino encaje le cubría de la cabeza a los pies y le ocultaba la cara.

La ceremonia fue rápida y sencilla y por fin llegó el momento en el que el novio debía besar a la novia ya convertida ante Dios y ante los presentes en su esposa. Jaime tomó el extremo del velo y comenzó a levantarlo cuando una duda le cruzó por la mente tan fugaz que ni siquiera llegó a considerarla. Rosaura le ayudo a levantar el velo que la cubría y por fin todos pudieron contemplar su cara. Bella, de tez muy blanca, parecía la estrella vespertina, la misma diosa Venus personificada. Jaime se sintió repentinamente intranquilo al mirar su cara. Había algo tremendamente frío en aquellos ojos que amaba, algo burlón y hasta inhumano en aquellos labios que le sonreían y le invitaban a besarla. Sintió o presintió ese halo diabólico que la envolvía, pero algo le empujaba a abrazarla y besarla. La rodeó con sus brazos y unió  sus labios a los de ella en un beso enamorado. 

Sintió un frio helado que le llegaba de su cuerpo mientras veía como el sacerdote trazaba sobre el lazo de ese beso la señal de la cruz y resonaba en sus oídos las palabras de su unión sagrada: “Que lo que Dios ha unido, no lo separen los hombres”.

¡Hecho estaba! ¡Eran marido y mujer!

Y de repente una risa ensordecedora brotó entre los labios de Rosaura mientras se separaba de él. Jaime la miraba paralizado, su piel pálida se acentuaba con el brillo cerúleo de las velas que casi agonizaban. Sus rodillas se doblaron y quedó arrodillado ante el altar mientras sus manos aferraban su pecho y su boca se abría tratando de atrapar bocanadas de un aire que no alcanzaba.

Los demás estaban tan pálidos y paralizados como el mismo novio y no atinaban que hacer. Rosaura aun riendo como una poseída salió corriendo de la ermita y se perdió en la noche.

El pobre Jaime murió al  pie del altar ante el pasmo aterrorizado de sus amigos que no pudieron hacer nada por ayudarle.

Dos días después de tan inusual boda, día de Difuntos, enterraban al pobre desgraciado en el cementerio del pueblo. Le acompañaron los mismos amigos que fueron testigos de la ceremonia macabra y ofició el sepelio el mismo sacerdote que los había casado. Entre ellos, se había instaurado un pacto de silencio no pronunciado y nadie supo lo sucedido aquella noche aciaga. De hecho, ninguno de ellos parecía recordar mucho de lo sucedido, como si la memoria colectiva se hubiera bloqueado a lo vivido y lo olvidaran un poco más cada minuto que pasaba. Más, cuando el funeral termino y ya salían del cementerio, uno de ellos se fijó que en el extremo más alejado del mismo, sobre una tumba antigua que ya nadie recordaba ni visitaba, se veía un ramo de flores y de la cruz que adornaba la losa pendía, ondeando  al viento…El velo de la novia.


Carmen

(31 de octubre del 2014)


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